Supongo que lo primero con lo que una se obsesiona cuando quiere ser escritora es con esa búsqueda de la raíz literaria propia, hasta las últimas consecuencias. Una recrea su pedigree, su genealogía de autoras concretas y lee todas las referencias: vida y obras completas.
Ser artista en el siglo XIX, por supuesto, no era nada sencillo, había que hacer frente, entre muchas otras cosas, a una misoginia que te impedía publicar con tu nombre y apellidos. Tampoco debió serlo en el siglo XX, donde episodios como el que vivió Virginia Woolf debían ser frecuentes; mujeres solas en bibliotecas, no, necesitan supervisión, para evitar el riesgo que vengan acompañadas de un profesor o provistas de una carta de presentación. A ese impedimento hostil recurrente se sumaron en aquellas décadas las dos grandes guerras, y el hambre y la pena.
Pero, ¿cómo es eso de ser artista – escritora hembra – en el siglo XXI?
Quizás sobre esta cuestión las palabras de la escritora y editora Carmen G. de la Cueva nos sirvan de guion. Una reflexión honesta, autobiográfica, que aporte su luz. Empezaremos por una conclusión: no es necesariamente mucho más fácil.
Afuera es de noche todavía. Las sábanas están calientes, el aliento de mi hijo inunda el dormitorio, las golondrinas trisan al otro lado de las ventanas. Todo es oscuridad. A tientas me levanto y camino hasta mi cuartito propio —mi cuarto, mi despacho, mi lugar físico en el mundo, mi refugio— con el firme propósito de escribir.
Hay que tomarse muy en serio a una misma para despertarse a las cinco de la mañana, a las cinco y media, e intentar la palabra antes de que amanezca. Hay días en que la escritura resulta un afán imposible. Un inmenso abismo me separa del escritorio, de mi ancha y larga mesa de dos metros, del teclado, de todos los libros que me acompañan mientras escribo.
Tengo un hijo, una casa, cinco, seis, siete trabajillos más, simultáneos y paralelos, que algo tienen que ver con escribir, pero no son escribir o no, al menos, escribir lo que yo quiero. Por eso, me levanto de noche, cuando todos duermen, el pueblo entero duerme, me asomo al balcón y miro las calles, están vacías, húmedas, no hay nadie, no se oye nada más que el trisar de las golondrinas, es primavera, ellas me recuerdan el paso del tiempo, datan la estación, para mí es otro amanecer más, igual y diferente, el cansancio, el agotamiento son los mismos y también el entusiasmo, intacto, sostenido, el deseo de escribir por si más tarde no puedo, por si mi hijo, por si la casa, por si las obligaciones cotidianas no me dejan acercarme a mi mesa, posar los dedos sobre las teclas, escribir, escribir, escribir es ahora una prioridad. Y no siempre fue así.
Muchos años, un par de décadas, viví encogida, pequeña, muy pequeña, una miga de pan que se queda sobre el mantel de la mesa de la cocina, que se olvida, que nadie llega a recoger, un mosquito que revolotea alrededor de una fruta podrida, una pulga que se esconde en el lomo de un perro. Escribía en un diarito —es importante el uso de los diminutivos para seguir empequeñeciendo la voluntad y el talento de una, por si alguien que nos lee piensa que nos creemos algo—, en un cuadernito, en cuartillas blancas, impolutas, escribía mis pensamientos, mis sentimientos, mis cosas, a escondidas casi siempre, bajo el edredón, encorvada sobre el escritorio infantil, diminuto, sentada sobre el wáter dejando correr el agua de la ducha sin saber cómo se hacía una escritora, ¿dónde estaban las mujeres que escribían? Tenía esa pregunta siempre presente en la cabeza, buscaba libros de escritoras, me enamoré de las Mujercitas de Louisa May Alcott, leí a Jane Austen siendo apenas una chiquilla, devoré con ferocidad los poemas de Emily Dickinson aunque no los entendiera, y un día llegué a Virginia Woolf y todo cobró cierto sentido. La vi real, cercana, humana, un espejo.
Cuando Woolf tenía veinticinco años, la edad que yo tenía cuando empecé a tomarme en serio, a tomarme tan en serio como a mis siete años cuando llevaba mi cuaderno a todas partes y decía que quería ser escritora —la inocencia de la edad me permitía creer en mí ciegamente—, le escribió a su amiga Violet Dickinson para confesarle sus miedos: «Seré miserable o feliz; una criatura sentimentalmente locuaz o una escritora inglesa capaz de quemar las páginas».
Nadie duda de que Virginia Woolf se tomara en serio a sí misma, pero estas palabras demuestran que ella también dudaba de sí misma, se cuestionaba sobre su oficio. Las escritoras se van haciendo. A los veintinueve años todavía no había publicado ninguna novela, escribía y escribía y quemaba las páginas. En una carta que escribió a su hermana Vanessa le decía esto: «Tener veintinueve años y no estar casada; ser un fracaso —sin hijos—; estar loca también y no ser escritora». Ser un fracaso, estar loca, no ser escritora. ¿Cuántas veces habrán cruzado esos pensamientos la cabeza de todas las mujeres que se han sentado alguna vez a escribir, de todas las que siguen haciéndolo todavía hoy?
Es importante recordarnos que antes de ser grandes escritoras —Virginia Woolf, Irène Némirovsky, Emilia Pardo Bazán, Jane Austen, Edith Wharton, Louisa May Alcott, Mary Shelley— fueron niñas que llenaban cuartillas con sus letras apretadas para aprovechar bien el papel, que escribían a escondidas en mitad dela noche bajo el palpitante destello de una vela con el cielo nocturno, inmenso, inabarcable, como único testigo. Y más tarde fueron muchachas de espíritu inquieto, nunca fueron pequeñas escritoras aunque pudieran sentir que el mundo las hacía pequeñas como migas de pan, como mosquitos, como pulgas, ellas creían en sí mismas, se tomaban en serio, escribían, escribían, escribían porque la convicción de que no podían hacer otra cosa con sus vidas, que escribir era un oficio para toda la vida que se alimenta de las lecturas, de los pensamientos, de las conversaciones, del bullicio interior de su pecho, estaba ahí, llenaba sus corazones por mucho que el mundo, que la vida, que la sociedad las quisiera en la casa, en la cocina, con la aguja en la mano o pelando judías.